Hay misterios que se nos revelan cuando renunciamos a la idea de descifrarlos, o al menos así me figuro el hecho de que el martes pasado, inesperadamente, me encontré enunciando la respuesta a una pregunta que me inquietó durante años.
Aunque suene trivial, el primer intercambio de palabras que tuve con Gastón fue por un cigarrillo. En aquella época teníamos quince años y fumábamos no porque nos gustara si no porque hacíamos todo lo que los demás hacían. Fue así: yo le pregunté si tenía fuego y él dijo que sí y sacó el encendedor de su bolsillo. Entonces, mientras él hacía girar la rosquita, yo sostenía el cigarrillo con mis labios protegiéndolo del viento con ayuda de mis manos ahuecadas. Cuando por fin surgió el fuego seguido por el humo, le agradecí y él sonrió. Desde ese momento pasamos por todos los tipos de relaciones posibles: fuimos conocidos, amigos, mejores amigos, novios y exnovios, pero nunca más volvimos a ser totalmente desconocidos, ni siquiera durante los años en los que estuvo en Uruguay.
Nuestro noviazgo fue como la mayoría de los amores que comienzan a esa edad: una flecha apasionada cruzada en el medio del pecho con la misma intensidad que ostentan las tormentas de verano más crueles. Lo paradójico fue que se terminó de la misma manera, como si alguien hubiera sacado con fuerza y apuro esa flecha que nos mantenía unidos.
Después de varios años, el jueves pasado, en una reunión de amigos que tenemos en común les escuché decir ¿Vieron quién vuelve el lunes?, el flaco, Gastón, ¿vos sabías Cata?, y yo No, por supuesto que no, hace años que no sé nada de él, pero ¿cómo puede ser?, Y sí, ya era hora de que nos extrañe un poco, ¿no les parece?. En ese instante presentí algo que no pude comprender con claridad, su voz lejana volvía a hablarme al oído, pero ¿qué decía, qué era lo que quería decirme?, ah: Hola Cata, cómo va, disculpa la molestia, me gustaría hablar contigo, digo con vos, si no tenés problema, claro, Cata, ¿estás ahí?, ¿me escuchás, Cata?, soy yo, Gastón. Yo, la que llenaba cuadernos enteros con palabras en más de un idioma, me había quedado muda. Cuando reaccioné, ya tenía pautado un encuentro para el día siguiente, a las cuatro de la tarde, en su casa.
Otra vez volver a tener quince años, fumar un cigarrillo detrás de otro, ensayar delante del espejo una sonrisa creíble, no forzada, un diálogo cualquiera: Cómo andás tanto tiempo, yo bien, muy bien, no, Catalina, así no, él te va a abrazar antes de que le digas hola, o no vas a aguantar y lo vas a abrazar vos, otro cigarrillo más, cómo podía fumar tanto cuando era chica, ahora van siete y ya me cansó pero es sólo por hoy, porque en estas situaciones se necesita concentrarse en algo más, dibujar figuras con el humo o cosas así.
Cuando abrí los ojos ya era martes a la tarde, y aunque no me distanciaban más de veinte cuadras de la casa de Gastón, salí con media hora de anticipación. En el camino mi memoria fue recobrando recuerdos de juventud y mi atado de cigarrillos fue achicándose hasta contener sólo uno. Al llegar a la esquina me detuve y, apoyada en la puerta de una casa en venta, delineé unos círculos humeantes con la boca, solté la colilla y terminé de apagarla con la punta de mi zapatilla. Después di unos cuantos pasos y, con la mano temblorosa, toqué el timbre. Volver a escuchar aquel sonido me estrujó el estómago. De repente, escuché a Gastón aclararse la voz cerca de la puerta y cuando ésta se abrió lo vi: flaco, alto, barbudo y sencillo como siempre. En el umbral nos dimos un abrazo postergado, pendiente, casi ajeno a nosotros. Después de unos minutos me invitó a pasar. Cruzar esa puerta y caminar por el pasillo hasta el living fue como volver a escuchar una canción perdida, descubrir que recordaba cada estrofa y cantarla con la sonrisa de quien recupera algo que estaba hundido en alguna parte de su mente. Al final, la imagen de la espalda de Gastón se escabulló hacia la cocina y yo quedé sola entre los cuadros, los sillones verdes y la mesa del centro. Todo se veía tal como antes pero a la vez era nuevo para mí: ahora las cosas eran de tamaño real, no como en la adolescencia, cuando todo parecía más grande porque nos bastaba un rincón para dormir abrazados y sentíamos que el sillón tenía muchos metros de sobra.
En medio de esa examinación espacial, Gastón llegó con la pava largando vapor, la apoyó en la mesa y se sentó en el borde del sillón sin dejar de mirarme. Inmediatamente, le dio dos palmadas a uno de los almohadones que lo rodeaban y, aceptando esa invitación, presencié el ritual de siempre desde la primera fila: él volcó seis o siete cucharadas de yerba en el mate, lo tapó con una mano y lo batió cuidadosamente de un lado a otro. Cuando terminó, me mostró su palma blanca con el característico círculo de polvo en el centro antes de hacerlo desaparecer con un soplido. Después lo inclinó, dejó caer un poco de agua cerca del borde y hundió la bombilla que tres segundos más tarde quedó sumergida en un mar de palitos y burbujas.
Mientras Gastón tomaba el primer mate para verificar la temperatura del agua, yo lo miraba. El recipiente era distinto, con seguridad extranjero, compañero de noches de inspiración, charlas a la orilla del mar, horas posteriores al sexo, saludos de buenos días y todo un conjunto de hábitos adquiridos del otro lado del charco. Pensar en eso no dejaba de hacerme algo de ruido, pero él, el flaco, se veía bien, nervioso sí, pero animado e íntegro, alejado ya de la imagen del último día cuando me dijo: Cata, me tengo que ir, si me quedo un día más en esta casa me muero, y yo lo entendí porque había perdido a sus viejos de la noche a la mañana y las personas se lo recordaban la mayoría del tiempo, trataban de hacerle caricias en una herida que no paraba de sangrar y querían contenerlo en un abrazo rojo que terminaba manchándolo a él y a todos sus recuerdos: Tu vieja era la mujer más buena del planeta, y tu viejito Ernesto el más fiel de los bosteros, venite al club un día de estos, que la punta de la mesa quedó vacía, ese lugar ahora es tuyo, te das cuenta, Dios no existe, ¿cómo se los va a llevar a ellos?, justo a ellos, nene, no se puede creer… Así que sus viejos se fueron quién sabe a dónde y Gastón se fue a Uruguay, a recuperarse acompañado de la familia que tenía allá. Entretanto conoció a Ana y yo a Facundo, entonces todo se hizo un poco más tolerable, hasta que empezaron los desencuentros y los trámites para ese regreso inesperado que me encontraba otra vez frente a Gastón, que tenía la mano extendida hacia mí en un gesto de incomparable compañerismo.
Con el primer sorbo recuperé más canciones, más vivencias, más nostalgias. Me pregunté cómo era posible que detrás de un sabor se conservara la memoria, lista para asomar su cabeza en cualquier momento, así, sin aviso: de nuevo la juventud, la utopía intocable, los nacientes fervores, la sensación indescriptible de las primeras veces, las madrugadas que nos encontraron llorando o riendo juntos. Y al mismo tiempo el presente, estar ahí, diciendo que No, lo de Facundo no prosperó, Ana tenía otros planes, y es como dice Drexler: las cosas sólo son puras si uno las mira desde lejos, Ah, y Alejandra: alguna vez tal vez/ me iré sin quedarme/ me iré como quien se va, Precioso, Sí, ¿así que pintaste mucho allá?, Sí, la rambla de noche es una cosa que, pará que busco mi cuaderno para mostrarte, ¿y vos?, Yo escribí esto y aquello, Me alegro mucho, Yo también, una charla cualquiera hasta que de repente el vacío: volver a encontrarme en ese lugar, tenerlo a él delante de mí, el mismo él pero ya otro, ya alejado, ya ido, ya vuelto siendo un hombre diferente al que conocí, alguien compuesto por fragmentos de personas nuevas que desconozco, que no pertenecen a mi entorno, que lo cambiaron, que nos cambiaron.
Algo confundida le dije que tenía que irme, y él respondió ¿Pero ya, tan rápido?, Sí, es que… No, Cata, quedate un rato más, sólo un rato, hace tanto que no nos vemos, Lo sé pero, Pero nada, dale, caliento más agua. Entonces Bueno, me quedo, pero sólo un poco, ¿tenés un pucho?, Lo dejé, ¿vos volviste?, Sí, no quería pero sí, a veces no sirve de nada luchar contra las pulsiones, No, claro.
El living también había anochecido cuando Gastón se acercó otra vez con la pava ardiente. Llegado ese momento fue más que evidente para mí que ya era tarde, que no valía la pena intentar resistirme al inevitable devenir de los hechos, que cualquier intento por mantener mis sentimientos ordenados en renglones blancos como en un diario íntimo era inútil. Esa era la vida real. Esa era yo y ese frente a mí era Gastón, igual o distinto pero Gastón, y yo Cata, Cata y Gastón, como hacía tantos años, los dos, tomando mates, con él volcando la yerba húmeda y remplazándola por otra seca, batiendo de nuevo, el círculo de polvo, el mate de costado, el agua cayendo en el borde, la bombilla, un suspiro y su voz diciendo Mirá si se pudiera recuperar todo así de fácil…
Una vez más el vacío, un golpe en el pecho, un charco que nos separaba y ninguno intentaba cruzar, él allá y yo ahí, pensando qué habría querido decir con eso, qué otra cosa quería recuperar además del mate, qué podía contestar a ese balbuceo que había escuchado sin interferencias, pero nada, sólo recibí ese mar verde y transportable, sentí el calor entre mis manos y lo tomé, claro que amargo porque para dulce está la vida, eso dijo él y yo asentí sin saber muy bien por qué, y así fuimos y volvimos, sólo separados por el mate, sabiendo que si se caía o se resbalaba volveríamos a rozarnos con los dedos calientes, con las manos tibias, pero no, estábamos siendo muy cuidadosos, nada de provocaciones, sólo-un-mate que de repente se detuvo en su mano. No volvió. ¿No hay para uno más? le pregunté, y él me miró serio, suave, en pausa. Alcanzó a murmurar que no, que no había más y se quebró, ya no hay más –repitió-, sostenía el frasquito con bombilla y lloraba porque se había quedado sin, no había más, y lloraba como a los quince, sin soltar el mate, no quería quedarse con las manos vacías, pero yo me acerqué y se lo saqué, dejé el mate en el suelo y lo abracé, crucé el charco, me embarré los pies para abrazarlo y resurgió en él el abrazo manchado de sangre de cuando se fue, ese que creyó haber limpiado al cruzar el agua, cuando se hundió en el mar, cuando llenó una y otra vez el mate que en ese momento descansaba aliviado cerca de nuestros pies, porque él era sólo un mate, una excusa, un pretexto, y al final fue el abrazo sucio el que lo limpió, y lo enjuagó tanto que me habló temblando, mojándome el hombro y el pelo con sus lágrimas, y me dijo que en ese tiempo había visto su vida como una foto a contraluz, que las siluetas de la gente que quería se habían vuelto frías y negras, que a nada le temía más que al dolor de volver a sentir la pérdida, porque perdió, siente que perdió y está preocupado, porque Facundo y yo, todo este tiempo, y él que se fue y no se animó a llamar antes para escucharme, para decirme, para preguntarme qué queda, qué somos nosotros ahora, no se atrevió porque otra vez el dolor, pero yo lo separé de mí y, sintiendo el amargor del último sorbo, le dije que no, que otra vez el dolor no, que algo quedó, que nosotros… nosotros… nosotros dos… somos los que no pudieron odiarse.
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