domingo, 23 de marzo de 2025

ese nombre


        Era en una diagonal. De eso estoy segura. Una calle poco concurrida, sin negocios ni almacenes de barrio. No había gente ni autos. La casa se erguía solitaria cerca de la esquina. Era blanca. Blanca y azul. No tengo más datos del exterior. Llegué ahí llevada por una mano en la que confié y no volvería a confiar. A ese lugar se llegaba solo así: siendo guiada. Aunque eso lo entendí después.
       Recuerdo que la puerta de entrada tenía vidrio y rejas negras, que había que subir dos escalones y desde arriba caía una araña dorada con cristales. En la primera habitación había un piano, un espejo y un reloj de pie cuyo péndulo latía rellenando los silencios. Se podía jugar al ajedrez en ese piso. Detrás de otra puerta vidriada estaba él. El patio. Tenía baldosas color ladrillo, algunas plantas, una fuente estilo español sin agua, que era una joya abandonada, botellas de cerveza vacías, la imagen de una virgen hecha con mosaicos y una especie de mediasombra invisible que cubría todo con un manto fresco y libre de polvo. O al menos así lo percibí yo apenas llegué, ese treinta y uno de diciembre del 2001, un día en el que la mayoría de los argentinos estábamos buscando un refugio, algún lugar donde la injusticia no quemara tanto.
       Al entrar los dueños del lugar me preguntaron mi nombre. Él era mayor que ella, pero no superaban los cincuenta años. Ambos tenían delantales puestos y desde la cocina se deslizaba aroma a vegetales salteándose. Me parecieron algo distantes, gente que sufría o había sufrido demasiado alguna vez. La bienvenida fue breve. En seguida subimos, mi guía y yo, a la habitación que nos estaba esperando calurosa.
      Desde arriba divisaba el patio y escuchaba hablar a los anfitriones sobre los preparativos. Me sorprendió que aunque faltaran horas para la cena, el patio empezaba a disfrazarse para la fiesta y que, al parecer, los dueños de casa harían lo posible por hacernos olvidar del afuera.
      La mesa larga, con mantel blanco, dos copas por persona y servilletas rojas quedó casi pegada a una de las paredes, dejando libre un pasillo que desembocaba en la puerta de entrada. Sonó de todo, pero recuerdo Cheek to cheek, y ese heaven cantado empezaba a hacerse carne en nosotros. Realmente parecía que el cielo era ese rectángulo donde el sol de Buenos Aires caía distinto.
     A eso de las ocho de la noche ya estábamos listos y bajamos. Cuando vimos nuestros nombres escritos en dos porciones de papel supimos cuáles eran los espacios que debíamos ocupar. Admito que fue dulce pero extraño a la vez: alguien a quien habíamos conocido horas antes nos estaba “esperando”.
    Los demás invitados -ocho en total- fueron sumándose vestidos de blanco. Cada uno se sentó siguiendo las indicaciones, sin presentarse. En ese momento intuí que no debíamos estar ahí, pero ya era demasiado tarde. Las velas iluminaban sutilmente los cubiertos brillosos y creaban sombras inquietantes sobre las paredes.
    Varias conversaciones superpuestas ocurrieron con aparente normalidad, hasta que una de las invitadas, ya entrada en años y con voz débil, preguntó a los anfitriones ¿Saben si viene? En ese momento, su marido, un señor muy alto encorvado hacia la mesa, colocó su mano en la rodilla de ella sin decir nada. Pasaron apenas unas canciones más hasta que volvió a repetirse la pregunta. ¿Saben si viene? Esta vez, el llanto de uno de los más chicos interrumpió el silencio. Era cierto. Faltaba alguien. En diagonal a mí había un espacio preparado para alguna persona que llegaría en cualquier momento.         De repente, asomó su cuerpo desde una de las habitaciones un gato que se mantuvo estático y ajeno toda la cena. Para ser sincera, yo también sentía que no pertenecía a ese lugar. Después de las dos preguntas, los invitados esquivaban sus miradas y los diálogos se limitaron sólo a comentarios sobre la comida. Me resultaba intrigante cómo, de un momento a otro, ese cielo porteño estaba oscureciéndose y convirtiéndose ya en otra cosa de la que me sentía expulsada. Miré mi reloj. Faltaban dos horas para el final del día. Las velas se habían consumido casi por completo. Era difícil ver con claridad a los que teníamos cerca. De repente los ojos de todos eran dos huecos oscuros que me absorbían y sus manos unas largas garras que se movían con lentitud y precisión.
  ¿Viene? Volvió a decir la mujer. Lo incómodo no era su pregunta si no que nadie de los que la conocían le contestaba. Simplemente simulaban no haberla escuchado y retomaban lo anterior diciendo Qué suave está el pan o Pensamos que no alcanzaría pero ya vemos que va a sobrar. Empecé a desesperarme. Hacía cada vez más calor y me faltaba el aire, como si estuviera encerrada en una alta y angosta caja de vidrio.
    Los siguientes minutos fueron una agonía. La pregunta -y el silencio siguiente- se repitieron hasta que la última vela alumbró nuestras siluetas.
    A las doce brindamos sin mirarnos. Se mantuvo fría la silla de la esquina, rodeada de agapantos blancos.
Aún hoy lamento no haber tenido el valor de acercarme a leer el cartel que quedó flotando en el plato limpio. Me atormenta ese nombre sin voz que no descubrí.
    El resto de la noche intento siempre olvidarlo. Pero hay diciembres en los que vuelve a ahogarme esa impresión de estar rodeada de gente sin rostro y siento de nuevo un rayo de hormigas bajando por mi espalda. En esos momentos me preguntó si habrá llegado, y escucho, con la misma nitidez que aquel día, esa voz que me susurra: nunca cerramos la casa con llave.

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